Afganistán: la gran interrogante de la OTAN

Sin lugar a dudas, los intereses geoestratégicos y económicos fueron un factor determinante de la intervención de la OTAN –y sobre todo de su permanencia– en Afganistán. Sin embargo, en el Hindu Kush hay mucho más en juego, pues allí se dirime, desde el punto de vista occidental, ni más ni menos que el propio futuro de la OTAN.

En los años 1990, la OTAN se transformó de una alianza de defensa –al menos sobre el papel– en una de intervención mundial. Este procesó se consumó en gran parte con la guerra contra Yugoslavia y, prácticamente al mismo tiempo, con la formulación de un nuevo concepto estratégico a comienzos de 1999. A partir de ahí, la OTAN no sólo tenía que demostrar que estaba dispuesta a imponer por la fuerza los intereses de sus miembros más allá de las fronteras de la Alianza, y no sólo en su periferia, como fue el caso de los Balcanes, sino también que era capaz de hacerlo.

Afganistán se convirtió entonces –de forma premeditada o no– en el principal escenario de esta estrategia, pues parece que este tipo de “misiones de estabilización” serán la norma en el futuro, tal y como subraya un documento publicado en mayo de 2010: “La OTAN en 2020: seguridad garantizada, implicación dinámica”. El pliego de propuestas elaborado por encargo del secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, para la realización del concepto estratégico expone: “Ante el complejo e imprevisible clima de inseguridad que, con toda probabilidad, predominará durante las próximas décadas, es inconcebible que la OTAN no participe en misiones de estabilización similares (aunque sería de desear que no fueran tan prolongadas)”.

No obstante, si la OTAN fracasa en Afganistán, no podrá embarcarse durante mucho tiempo en aventuras similares, según recalca la canciller alemana Angela Merkel: “Creo poder afirmar [...] que la estabilización de Afganistán representa actualmente uno de los mayores desafíos de la OTAN y sus Estados miembros. Es al mismo tiempo una especie de prueba de fuego de una buena gestión de crisis y de una OTAN con capacidad de actuación”. Aún más claramente lo expresó, entre otros, Ronald Naumann, antiguo embajador estadounidense en Afganistán hasta 2007: “La OTAN ha asumido el compromiso fundamental de vencer en Afganistán. Y, o bien consigue vencer, o bien fracasa como organización”.

La guerra en Afganistán tiene lugar ante el telón de fondo de crecientes conflictos con los nuevos rivales emergentes (China y, en menor grado, Rusia) que, para muchos, ya presentan visos de una nueva Guerra Fría. Una derrota en Afganistán significaría un debilitamiento de la OTAN que, en vista de estas nuevas rivalidades, simplemente no se puede permitir. Así lo argumenta, por ejemplo, Kersten Lahl, presidente de la Academia Federal de Política de Seguridad, el centro de formación de los altos mandos del ejército alemán. “Nos guste o no, el éxito o el fracaso en el Hindu Kush está muy ligado a fuertes señales que van mucho más allá de Afganistán. [...] Y la cosa no acaba aquí. La misión en Afganistán [...] se ha convertido en una verdadera prueba de la cohesión interna, y por ende del poder, de la Alianza. [...] En concreto, eso significa que para que el presidente Obama, con un esfuerzo enorme por parte de EE. UU., consiga llevar la misión de la OTAN en Afganistán a buen puerto, lo más sensato sería darle apoyo con una contribución adecuada. De lo contario, no sólo pondríamos en peligro la nueva política exterior de EE UU que tanto anhelamos, sino que también socavaríamos impepinablemente la importancia de la Alianza. Y esto es algo que no nos podemos permitir, dados los cambios actuales en el orden mundial del poder y los riesgos futuros”.

También los servicios secretos de EE. UU. pronostican, en su aclamado informe “Tendencias globales hasta 2025” de noviembre de 2008, no sólo –y por primera vez – una considerable pérdida de poder de EE. UU. (así como Europa), sino también graves conflictos con China y Rusia. Contiene, además, un revelador pasaje en el que se atribuye a la guerra de Afganistán un papel determinante en dichos conflictos. En el informe de los servicios secretos aparece una carta ficticia al secretario general de la OTANm, remitida con fecha adelantada del año 2015 por el presidente de la Organización de Cooperación de Shangai (OCS) –que algunos consideran una alianza militar anti-OTAN formada por Rusia, China y varios Estados de Asia Central –, en la que se puede leer: “Hace 15 o 20 años, jamás me habría atrevido a soñar que la OCS y la OTAN pudieran estar un día al mismo nivel, por no decir que la OCS llegara incluso a ser la organización internacional más importante. [...] Creo que se podría afirmar que esto empezó el día en que las tropas occidentales se retiraron de Afganistán sin haber logrado el objetivo marcado de pacificar el país”.

La misión en Afganistán no constituye, pues, una “lamentable excepción”, sino que es una expresión y una prueba definitiva del afán de las potencias occidentales por imponer su supremacía, incluso por la fuerza si es necesario, y la OTAN es para ello el instrumento de su elección. Y éste no es poco motivo para querer “ganar” la guerra”, caiga quien caiga y sin ningún miramiento por lo que le pueda costar al pueblo afgano.

Tobias Pflüger

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